Reflexiones estacionales

Aquí el otoño comienza con la pascua, o la pascua "sucede" cuando comienza el otoño. Eso no es casual, encierra una gran sabiduría porque la pascua va mas allá del calendario litúrgico y tiene un tiempo natural que nada tiene que ver con con las institucionalizadas y arbitrarias celebraciones. Aún algunas personas saben y pueden trasmitir el conocimiento de lo importante de ese evento anual en el que convergen el equinoccio de Aries y la luna nueva, y como eran antiguamente las fiestas preparatorias de lo que hoy llamamos pascua. Era un devenir natural, se vivenciaba. Las fuerzas naturales marcaban el ritmo; y aun hoy si ponemos atención, claramente podemos hacer la misma lectura: lo terrenal muere y aflora la conciencia. De eso habla la resurrección.

En el otoño la vida se repliega, inhala. Se desencadenan los procesos de marchitamiento, de oxidación, de decadencia. Se encienden los amarillos, una porción de la tierra devuelve al cosmos toda la luz que recibió en el verano. Este escenario combustiona al yo a encender su luz también, faro que llevará durante la época del año de mayor oscuridad.
Acercándonos al invierno, las hojas se caen, y quedamos pelados al descubierto. Es el primer otoño que advierto la inteligencia que alberga el detalle no menor de que gracias a que los follajes se desvanecen, la escasa luz y calor puede llegar a nosotros, de otra manera nos moriríamos de frío.
Ese tronco que se yergue al descubierto, no es otra cosa que voluntad; voluntad como única fuerza que nos sostiene. Todo muere, pero el yo, que conquistó la verticalidad irguiéndose en sus dos piernas, no ha de caer, muy por el contrario esta es la época de mayor impulso.

Si, es cierto que hay merma, silencio. Con las manos llenas de los frutos recolectados en verano (y aquí se ven los resultados del trabajo interior del pasado otoño, las semillas que sembramos el pasado otoño) nos replegamos a nosotros mismos y al calor del corazón encendido, meditamos, remendamos, reforzamos, guisamos, deambulamos, administramos, ordenamos, proyectamos... nuestro yo.
Pero también se necesita ser intrépido para salir afuera, para mantener las redes, para reunirse al calor de otros fuegos.

Pero a todo esto, hay que pasar por ese umbral que tanto tememos. La muerte.
Algo debe morir. Es una máxima.
Los frutos se pudren y quedan las semillas.
Y a nosotros, seres humanos, se nos plantean cuestiones profundas, si nos llamamos a un camino de autosuperación.
Cómo vamos a sobrevivir?
Qué vamos a dejar morir y qué vamos a resucitar?








Este otoño, una etapa importante comenzó a cerrarse conforme la luz del verano se apagó: Boris empezó el jardín, luego dejamos la teta... Por primera vez estuve en la incomóda posición de tener que admitir que me costaba verlo crecer. Que era inmensamente feliz por sus conquistas, pero que la melancolía me invadía.
"Ya? tan pronto? Lo aproveche lo suficiente? el tiempo no va a volver atrás". 
La época en que fue un bebé, anidar juntos.
Para él, ese tiempo onírico que hasta hace no mucho era todo lo que conocía del mundo, su mundo, plagado de sensaciones, las texturas, la piel, los contornos, los sonidos, los latidos de los corazones, olores, sabores, luz... se comenzó a retirar.
Para mi, el calor de él pegado a mi todo el tiempo, el calor de la leche en mis senos, también.
Un día me sorprendí obnubilada por demás, viendo juntos en un manual de pájaros, la construcción de nidos. Lo miré... pichón que ya sale del nido, aletea, intenta volar. Y llegara su primavera y será flor y fruto.

Hay algo de los ciclos de la vida que siempre me inspira; será porque aun no aprendo, me cuesta, tengo miedo, me aferro.
Pero algo tenia que morir y yo honrar esa muerte, adornarla, y agradecer las semillas que germinarán del fruto podrido.
Ya estamos en invierno, eso significa que el pico de mayor oscuridad pasó (suspiro aliviada al menos por el momento). Boris cumplió tres años y su sol del pensar anticipa su aurora.



"El mundo sensorial se deshará y detrás de el se abrirá un mundo espiritual" 
Karl Konig





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